sábado, 16 de diciembre de 2017

¿Cuál es la causa de mis problemas?

Diagnóstico en dos ejes

Hace unos días escribía un artículo sobre los ataques de pánico, explicando las bases neurológicas y evolutivas de los mismos. Pero en me faltó hablar de los desencadenantes.
Creo que es importante entender por qué padecemos ataques de pánico, pero las personas quieren entender por qué les pasa a ellas concretamente. ¿Por qué a mí y ahora?

ataque de pánico, Manuel Olalla

Y ese ahora es muy importante. En mi experiencia como terapeuta casi todas las personas que han acudido a mi consulta con historia de ataques de pánico padecieron el primero en un periodo de su vida en el que estaban relativamente tranquilas y bien. Curiosamente, semanas o meses después de haber pasado alguno de los peores momentos de sus vidas, pero cuando el tema ya estaba encauzado, solucionado o simplemente no podía empeorar más.
Debo puntualizar que no ha sido así en todos los casos, pero sí en la mayoría.

Algo similar he detectado en personas con problemas psicosomáticos; en muchos casos el dolor o la molestia se suele producir cuando ha desaparecido el estresor: después de una discusión, tras haber tenido un mal día en el trabajo, tras una mala noticia.

Parece que en esos casos el desencadenante no es externo, sino interno, que actúe de forma retardada respecto de la situación externa.

De ahí la pregunta inicial del artículo: ¿Por qué a mí?
Y para eso tengo que hablar del diagnóstico en dos ejes.

En uno de mis primeros artículos de este blog hablaba de la necesidad de diagnóstico y comentaba las categorías de clasificación según los estándares diagnósticos actuales, pero no ahondé en el tema del diagnóstico por ejes.
La Asociación Americana de Psicología propuso en 1995 los siguientes ejes de diagnóstico:
  1. Trastornos clínicos
  2. Trastornos de la personalidad
  3. Enfermedades médicas
  4. Problemas psicosociales y ambientales
  5. Evaluación de la actividad global
Sin entrar en detalles de todos ellos, se puede generalizar diciendo que el eje I, el de los trastornos clínicos, se refiere al motivo de consulta, la causa visible y externa del problema, que en el caso que nos ocupa serían los ataques de pánico, cuyo diagnóstico, si cumple todos los criterios para ello sería de un Trastorno de Pánico (F41.0).
Mientras que el eje dos constata los mecanismos de defensa y características desadaptativas de la personalidad, que normalmente son las que acaban desencadenando el trastorno clínico y, por lo tanto, pueden ser en la mayoría de los casos la explicación del ¿por qué a mí?.

Por eso, es importante realizar un diagnóstico completo antes de empezar una terapia, que permite establecer metas concretas, trabajando tanto en el síntoma externo (trastorno clínico) como en el posible desencadenante interno (trastorno de la personalidad).

Neurofeedback Zaragoza, Manuel Olalla, Manuel Olaya


domingo, 10 de diciembre de 2017

En ocasiones siento que me voy a morir

Historia de un ataque de pánico


Los ataques de pánico, también llamados crisis de angustia, son reacciones fisiológicas provocadas por la ansiedad, en las que durante un tiempo relativamente breve, del orden de minutos, se desencadenan sensaciones corporales de sudor frío, hiperventilación y taquicardia, entre otras, acompañadas de pensamientos de desesperación y en ocasiones de sentir que vas a morir.

Estos ataques les ocurren a muchísimas personas y tienen una causa evolutiva.


Voy a intentar no ser muy técnico, pero tengo que explicar algunos conceptos de partida.
Aunque nos creamos muy distintos a los animales, nuestro cerebro es muy similar. Y una de las similitudes son los mecanismos de lucha y huida. Cuando un animal se enfrenta a un peligro activa un circuito cerebral al que se denomina sistema simpático (es un nombre que parece tonto, pero es uno de los sistemas más importantes de nuestro sistema nervioso). Ese sistema conecta el cerebro con las vísceras y las prepara para generar energía de forma rápida y efectiva, sea para escaparse o para pelear. Aumenta el ritmo cardiaco y nos hiperventila para que la sangre tenga más oxígeno y pueda proporcionar energía a nuestra músculos rápidamente, constriñe nuestros vasos sanguíneos externos, para que en el caso de recibir heridas sangremos menos, y dilata nuestras pupilas para que tengamos más capacidad de ver los detalles.
Es un mecanismos sumamente eficiente… para huir o luchar, pero ¿para que le sirve al ser humano del siglo XXI? Es una pregunta capciosa, porque efectivamente tiene utilidad también hoy en día, pero una utilidad que poco tiene que ver con la función evolutiva que tiene en los animales.

Vamos a otro tema, pero no os olvidéis del sistema simpático, que volveremos a él en breve.

Hay un término psicológico al que denominamos indefensión aprendida y que es lo siguiente que tengo que explicaros.
Supongamos que a un animal se le presenta una situación de peligro y se le impide huir ni luchar. La primera vez ese animal busca frenéticamente una forma de escapar. La segunda también. Y la tercera. Pero si se repite las suficientes veces la misma situación, el animal llega un momento en que simplemente se queda petrificado, incapaz de responder de ninguna forma al peligro. Hasta tal punto que si ponemos de nuevo a ese animal ante ese peligro, pero en esta ocasión sí que le permitimos pelear o huir ya no lo hace. Ha aprendido que no hay escapatoria y ya no es capaz de reaccionar a ese peligro aunque ahora se los permitamos.
Esto fenómeno no ocurre solo con animales, los seres humanos también sufrimos de indefensión aprendida… y muchísimo más que cualquier animal.

Si estamos en el trabajo y nuestro superior nos increpa injustamente, ¿qué hacemos? habitualmente aguantarnos.
Lo mismo podemos decir de cualquier caso en el que intervenga una persona con autoridad sobre nosotros. Incluso de personas iguales, pero ante las que nos contenemos por cuestiones sociales o de convivencia.
Eso es indefensión aprendida.
Desde niños, cuando se nos enseña a vivir en sociedad, se nos impide huir o pelear.
Nuestro sistema sináptico se activa para nada.

Así que un ataque de pánico es una manifestación de la activación simpática en un momento dado, en un contexto de indefensión aprendida.
La hiperventilación y la taquicardia son para que huyamos de una situación de la que no podemos escapar.
La vasoconstricción que produce la sensación de frío en nuestro cuerpo es para que no sangremos de una herida que no vamos a recibir.
La dilatación de nuestras pupilas que nos hace ver nuestro alrededor con detalles inusitados y casi a cámara lenta es para que descubramos los movimientos de un depredador que no existe.
Y nuestra consciencia, que no entiende la reacción absurda del cuerpo, piensa que o estamos locos o nos vamos a morir, ya que si el peligro no viene de fuera debe venir de dentro.

Hay mucho más que hablar sobre el tema, ya que no he comentado los desencadenantes del ataque de pánico, pero eso será en otra ocasión.


¿Por qué no soy como los demás?

Lo que me pasa es de locos



Algo habitual cuando una persona llega a mi consulta es que tras contarme su problema me expresa su seguridad de que el problema que tienen solo le pasa a ella y, por lo tanto, es un bicho raro, que debe ocultar su dolencia a los demás por miedo a que la tachen de loca o algo similar.


En realidad es todo lo contrario, la mayoría de los trastornos psicológicos son muy comunes, pero en España el padecer uno sigue considerándose un estigma y la mayoría de las personas lo ocultan o no lo comparten.

No me he parado a contarlos, pero debe haber menos de 500 tipos de trastornos psicológicos, de los cuales los más frecuentes son menos de 50. Vamos a partir de que un 5% de la población acude al psicólogo, al menos una vez a lo largo de la vida, con un trastorno -he dicho acuden, no padecen, que sería un porcentaje bastante mayor-. En una ciudad de un millón de habitantes acudirían al psicólogo cinco mil personas. Y si suponemos que los 500 tipos de trastornos están repartidos por igual, habría 100 personas con cada trastorno. Por lo que es absurdo pensar que lo que me ocurre a mí es único.
Los cálculos anteriores no deben tomarse al pie de la letra. Son una simplificación, pero la idea sí es válida: cualquier trastorno psicológico que padezcamos es seguro que lo tienen muchas personas más en nuestro entorno, aunque no lo sepamos.
Por cierto, disculpadme estos alardes numéricos, es mi parte de ingeniero que a veces le reclama algo de atención a mi parte de psicólogo.


Entonces, espero que haya quedado claro que hay un número limitado de trastornos y que, por raro que nos parezca y por estrambótica que sea nuestra perturbación, hay más personas con el mismo problema.
Aunque para muchos psicólogos el diagnóstico es un estigma creo que debería ser considerado lo contrario, un método para que una persona sienta que no es tan distinta, que hay otras como ella y que, por supuesto, hay una cura.
Ese es para mí el otro punto fuerte de la necesidad de hacer un diagnóstico: que se le puede presentar al cliente una larga estadística de personas curadas con su mismo problema; que se puede acudir a fuentes objetivas que digan qué técnicas son las mejores para tratar su problema. En definitiva, que la persona puede ver que su problema tiene solución, que es lo habitual en casi todos los trastornos psicológicos.


Si todos escondemos nuestros problemas psicológicos ante los demás como si fueran algo sórdido, acabará siéndolo. Mientras que si habláramos más abiertamente de ello sería menos traumático, pues no nos sentiríamos tan diferentes.